
A Martín le gusta viajar de noche, dice que de esa forma ahorra hotel y gana tiempo.
Partimos de Madrid a las 11 de la noche. El bus se demora 6 horas a
Lisboa, pero como no lleva baño, servicio de bebidas ni nada que se le parezca, hace alrededor de cuatro paradas en el trayecto y termina demorándose como 8. Entonces, cuando por fin estas logrando conciliar el sueño, las luces se encienden y el chofer anuncia que vamos a parar una vez más.
Los asientos son de cuerina y por muy ergonómicos que parezcan te resbalas cada vez que tratas de acomodarte. Al cabo de un rato tengo un dolor en la parte baja de la espalda casi como si el asiento estuviese adherido a mi.
El bus lleva el aire acondicionado al máximo. Martín me pasa su chaqueta para taparme, dice que no tiene frío. Después de un rato me doy cuenta que está congelado y se la devuelvo. Decido tomar un diario, que han dejado de cortesía y me cubro con la "
frazada del pobre", tratando de que no se me desarme y me cubra lo mejor que se pueda. Después nos reiríamos de esta escena mientras recorríamos
Sintra.Llegamos a Lisboa con el cuerpo apaleado. Le digo a Martin que
ni ca' volvería a viajar de noche y que me quedaría por lo tanto un día más en la ciudad. Después de probar nuestros primeros
pasteles de nata llegamos a la pensión. Era bastante temprano y en el trayecto pudimos ver como la ciudad se despertaba.
Me puse a dormir un rato. Martín se fue al
Museo del Fado, palearía el sueño con café, dijo. Cuando nos juntamos al medio día en la
Plaza del Comercio, ya llevaba cuatro.
La plaza le recordaba al muelle Pratt y encontraba que Lisboa se parecía a Valparaíso. Yo ya había escuchado el comentario antes pero hasta ese momento, además de las colinas y los tranvías, lo único que me recordaba a Valpo era la mugre y el olor a meados de algunas calles.
Fuimos caminando por
Alfama hasta el castillo de
Sao Jorge que domina buena parte de la ciudad. Hacía mucho calor, un calor húmedo. La luz del sol era blanca y lo quemaba todo. Me recordaba un poco a Santiago en un día de bruma.
Comenzamos a bajar y fuimos comiendo cositas por el trayecto.
Portugal es como el hermano pobre de Europa, se suben mendigos hasta en el metro. Supongo que por eso Martín se siente tan a gusto en Lisboa. Portugal comparte la imperfección de los países latinos.
Tomamos un tranvía súper moderno hasta
Belém. Al llegar compramos los famosos y muy ricos pasteles de Belém.
Entro al
Monasterio dos Jerónimos y de pronto es como si todo lo bello que había visto hasta ese momento fuese reemplazado por una belleza mucho más clara. Un lugar realmente hermoso. De un estilo netamente portugués;
el manuelino, que se parece mucho al churubusco mexicano. En el patio interior están los restos de
Pessoa. Pienso que es el lugar perfecto para leer poesía un domingo por la tarde.
Recorremos un poco más sintiendo la brisa marina que refresca. A lo lejos un puente emula el
Golden Gate y un Cristo en forma de cruz es la copia del
Cristo Rey de Río de Janeiro. Son divertidos estos portugueses.
Volvemos al
Barrio Alto donde está nuestra pensión y luego volvemos a salir para escuchar Fado. El
Fado se parece a una tonada pero con mucho más sentimiento. Las voces son melancólicas y acarameladas, es muy bonito de escuchar. Es un poco como oír tangos en finlandés, que no entiendes nada pero te tocan.
Tomamos un vino portugués muy raro, dulce y espumoso. Conversamos de cosas que sólo incumben a Martín y a mi una noche de verano en Lisboa.
Al día siguiente partimos a
Sintra, que queda a unos 40 minutos en tren. La ciudad me fascina desde el primer momento. Está en la sierra, rodeada de bosques, el aire es fresco y limpio. Todo es mucho más limpio.
Subimos al
Palacio da Pena. El camino es largo pero sombrío. Los árboles cuelgan a los costados y Martín me dice que le gusta cuando las raíces sobresalen por que se siente como caminando dentro de la tierra. Al llegar, nos encontramos con un castillo encantado, lleno de colores y formas extrañas. Nos reímos por que de repente somos como niños que han encontrado la tierra de la fantasía. El castillo rompe todos los moldes arquitectónicos en una mezcla de estilos única, sorprendentemente armónica y juguetona. Los techos son bajitos y cóncavos. Los azulejos llenan todas las paredes y las salas saltan de una decoración oriental a una hindú, todo con vistas a las colinas y bosques que rodean el paisaje. A lo lejos un poco de niebla hace pensar que realmente se trata de un lugar encantado.
Al día siguiente, mientras el bus se aleja de Lisboa y atraviesa el largo y estilizado puente
Vasco da Gama, pienso que me gusta dejar Portugal así, una mañana con luz de día. Tengo la sensación que algo bueno de mí se ha quedado allí en la ciudad y que algún día tendré que volver para reencontrarlo.
Escrito 7 de Septiembre 2006